Capítulo 1
Alquería de Cambrón, Las Hurdes. 18 de septiembre de 1920.
Aquella mañana había amanecido más fría de lo habitual para la época del año en la que estaban. Francisca, habituada al hambre, había metido la pequeña patata caliente que desayunaba, cuando tenía suerte, en el bolsillo de su harapienta falda. Ajustándose al cuello la burda pañoleta que su madre le había conseguido en un trueque y sin tener ninguna esclavina que echarse a los hombros, salió de casa, descalza, en dirección al pico de la Corderina, con un hato de cabras que cuidaba por casi nada, propiedad de una familia “pudiente” de la alquería vecina. A sus doce años, no sabía lo que significaba ser pobre, pues no conocía otra cosa que la miseria que reinaba, sin piedad, en los montes hurdanos. A medio camino, se encontró con los dos pastores con los que solía pasar las largas jornadas de vigilia, dos mozos de dieciocho y quince años y, juntos, se dirigieron hacia el monte, donde las cabras podían comer a sus anchas, entre lentiscos, brezos y madroñeras, mientras los pastores las miraban con envidia, reprimiendo el hambre que sentían a todas horas, con las pocas bayas tiernas que encontraban a su paso, cuidando de que no estuvieran demasiado verdes para no padecer una disentería, enfermedad que diezmaba la población de aquellos lugares y que creían que era provocada por comer cosas que no debían.
Máximo, uno de los pastores, divisó un promontorio cerca de un pinar que parecía tener buen pasto y animó a sus compañeros a recorrer los últimos metros, cuidando de no dejar atrás ningún animal.
Hacia las diez de la mañana, vieron aproximarse a un hombre. Ninguno de los pastores lo había visto jamás por aquellos montes. Máximo se levantó y salió a su encuentro. Tras cruzar unas palabras, el chico negó con la cabeza mientras movía enérgicamente los brazos.
El hombre dijo en voz alta:
-Si tú no quieres, igual ellos sí.
-¿Qué quiere?- preguntó el otro muchacho.
-Necesito ayuda para trasladar unas colmenas, yo solo no puedo.
-¿Y por qué quiere hacerlo? – preguntó de nuevo el pastor, rascándose la cabeza sin comprender.
Máximo, acercándose a su compañero le dijo:
-Ya le he dicho yo que no se pueden trasladar las colmenas por la mañana, que los bichos están todos fuera y no se recogen hasta la tarde.
-¡Pues claro!, eso lo sabe cualquiera.
-¿Me vais a ayudar o no?- espetó el hombre, mientras sacaba un pedazo de pan blanco de una de las alforjas que llevaba al hombro.
Al ver el mendrugo, Francisca, que jamás había probado el pan, pues era un manjar fuera del alcance de aquellas gentes, se acercó corriendo.
-Yo le ayudaré. – le dijo, mirando ansiosamente la golosina.
-No hay que cargar las colmenas. - dijo el hombre, mirando a la niña- Sólo necesito que me sujetes el borrico mientras yo las cargo y que luego me indiques qué camino debo seguir.
La niña siguió mirando el pan y no contestó. El extraño, viendo que dudaba, pellizcó un poco de miga y se la dio a probar.
-El pan será tuyo si me ayudas. -y dirigiéndose a los pastores: A vosotros ni un pedazo os voy a dar, por haraganes.
Los muchachos no quisieron acompañar al hombre a pesar de la recompensa que les ofrecía, porque les pareció extraño que quisiera trasladar unas colmenas cuando las abejas estaban fuera. Aquello era raro y los chicos, que eran mayores y más listos que la niña, prefirieron no meterse en problemas y volvieron a sentarse bajo los arbustos, después de decirle a Francisca que no se fuera con aquel hombre.
Pero la niña había probado aquella ambrosía y no pudo negarse, pues ansiaba el pedazo de pan que le habían ofrecido a cambio de…. tan poca cosa….
Pasaron un par de horas y Francisca no regresaba. Los pastores, preocupados, empezaron a gritar su nombre por aquellos secarrales sin obtener respuesta. El mayor subió a lo alto del pico, mientras el otro bajaba hasta una hondonada donde unos hombres de la alquería estaban haciendo carbón. Uno de los carboneros acompañó a los pastores en la búsqueda de la pequeña y viendo que no aparecía, decidió avisar a los padres y dar parte al juez municipal del municipio de Caminomorisco, quien tutelaba todas las aldeas de la jurisdicción.
Tras reunir a un grupo de hombres, el juez empezó la búsqueda de la niña, encontrando su cadáver pocas horas después.
Francisca estaba tirada de espalda contra el suelo. Su asesino la había sujetado desde atrás con fuerza y, arrancándole del cuello el pañuelo, se lo había introducido en la garganta y tapado la nariz, hasta que la infeliz dejó de respirar. Las heridas de la cara mostraban que la pobre niña había intentado zafarse de su agresor sin conseguirlo. El resto de lo que vieron fue tan espeluznante, que algunos de aquellos hombres, rudos por naturaleza y acostumbrados a las penurias más amargas, no pudieron reprimir las lágrimas. El impacto visual fue tremendo; tanto que, pasados los años, aquellas imágenes siguieron vivas en sus memorias tan vívidas como aquel día.
El caso fue transferido de inmediato al juez de instrucción de Hervás, en aquel tiempo don Vidal Gil Tirado quién, años más tarde, se hiciera famoso por haber participado en el juicio a José Antonio Primo de Rivera y, por ende, en uno de los responsables de su ejecución. Cuando Gil Tirado llegó al lugar de los hechos, más de cincuenta horas después, agotado tras un viaje de sesenta kilómetros a caballo y a pie, se encontró con un escenario tan dantesco como se lo habían descrito.
La niña había sido degollada como si de una cabra se tratase, mediante un agujero practicado con maestría a cada lado del cuello, de manera que se fuera desangrando mientras recogían la sangre en una vasija de porcelana que, más tarde, abandonaron junto al cadáver tras haber vertido su contenido en otro recipiente para su traslado.
-Esto ha sido obra de un matarife, fíjate con que precisión han punzado el cuello. - le comentó el juez a su ayudante.
-Ya lo veo – contestó el otro. -¿Cree que ha sido un encargo?
- Es lo más probable. - contestó el juez, moviendo la cabeza con pesar. No podía entender esa absurda creencia que dominaba aquellos lugares. Nadie podía sanar bebiendo la sangre de otro ser humano y los ungüentos y las pócimas que hacían los curanderos que abundaban en aquellas alquerías y en otros pueblos más importantes, no servían para nada más que para sacarles los cuartos a las familias que podían permitirse sus servicios. – Dese usted cuenta de que faltan varias vísceras.
En efecto. El o los asesinos, pues era probable que además del matarife, se hallara presente un miembro de la familia que había hecho el encargo, la habían abierto en canal desde el esternón, a través de los inmaduros pechos, hasta llegar a la parte baja del vientre. Luego, habían separado las costillas del esternón aplicando fuerza bruta y una vez rotas, echaron mano de un cuchillo afilado y cortaron la tráquea y el esófago. Ya vacía la parte alta del pecho, les fue fácil arrancar el resto de las vísceras de la pequeña, llevándose parte de los intestinos, los riñones, el corazón y un trozo de pulmón, que servirían para realizar la cataplasma o la pócima milagrosa que debía sanar al enfermo. Sólo se dejaron olvidada la vasija con restos de sangre y varios pedazos de pan, que el juez mandó recoger para ver si, juntando los trozos, se podía adivinar el sello que cada panadero dejaba en la corteza.
A pesar del intenso trabajo de investigación, que supuso buscar enfermos desahuciados por los médicos, interrogar a un sinfín de curanderos y alertar al resto de los juzgados y a la Guardia Civil, nunca se pudo encontrar a los responsables de tan atroz crimen.
Francisca perdió la vida no sólo por la sinrazón de una familia desesperada, la codicia de un matarife sin escrúpulos y la superchería de un mal curandero, Francisca perdió la vida por un mendrugo de pan.
Cuando se lo contaron, su madre, rota de dolor, de desesperación por tanto sufrimiento, por tanta miseria, sólo pudo susurrar entre sollozos:
-¡Maldito pan de sangre!