Capítulo 1
La habitación está oscura porque la abuela ha ajustado los postigos de las ventanas de mi cuarto, a pesar de ello, algún rayo de luz se cuela por las rendijas y hace que pueda ver a mi alrededor. Es la hora de la siesta y me ha prohibido salir de mi habitación. No sé cómo quiere que salga si ha cerrado la puerta con llave. No me importa que la haya cerrado, me siento mejor así.
Esta mañana he entrado a hurtadillas en su habitación, para averiguar lo que esconde en esa caja que guarda siempre con tanto cuidado, no sé por qué no quiere que la vea, a lo mejor guarda fotos de mi madre. Ella dice que yo no tengo madre, que nunca he tenido, pero yo sé que es mentira. Todos los niños de mi clase tienen una, menos German. La mamá de German se murió. Quizá la mía se murió también.
He abierto la caja y he visto muchas fotos y papeles que no entiendo. En las fotos sale una niña que no conozco, pero no sale ninguna mamá. Tiene la mirada triste y no sonríe. Da igual, a mí me parece muy guapa. No la he visto nunca en el colegio, no sé quién es, pero no he podido resistirme a coger una de sus fotos, una de las más chiquitinas, y me la he guardado en el bolsillo del pantalón. Me hará compañía, no sé por qué lo sé, pero lo sé. Quiero que ella sea mi amiga, el otro amigo no me gusta, me da miedo, aunque no pueda verlo. A veces me alegro de que esté, pero no siempre. La prefiero a ella. Si él ve que ya tengo una amiga no vendrá más a verme.
El pasillo retumbó y supo de inmediato que había sido descubierto. Con el corazón helado se escondió a sabiendas de que no había donde esconderse. Los pasos se oían cada vez más cerca.
-Quizá si me meto bajo la cama no me verá, pero he de dejar de temblar, si no dejo de temblar me oirá. Tengo miedo, ¡Dios, ya viene! No voy a moverme. No voy a moverme. Por favor que no me vea.
La llave se deslizó en la cerradura con dos sonoras vueltas y la puerta se abrió con tal fuerza, que el pomo del interior se incrustó en la pared dejando una muesca. De repente unas manos delgadas pero fuertes como garras, lo cogieron de los pies, lo arrastraron sacándolo de debajo de la cama y lo pusieron en pie casi en volandas. Durante unos segundos se miraron a los ojos. La primera bofetada dolió. La segunda dolió más.
- ¡Eres un crio repugnante! Te dije que no tocaras mis cosas. Te dije que no entraras en mi habitación, pero tú nunca escuchas, ¿verdad? -las palabras brotaban de su boca con esputos, mojando la carita del niño. - ¿Dónde está? - preguntó a la vez que rebuscaba en los bolsillos del pantalón.
De pronto se quedó quieta y sacó la vieja fotografía muy despacio. La mirada llena de furia y la extraña sonrisa de su abuela, hicieron que el pequeño de 6 años no pudiera contenerse y que notara como un líquido caliente bajaba por sus piernas, mojando los pequeños pies descalzos.
Después de eso sabía lo que le esperaba y, con sólo imaginarlo, se le llenó el corazón de terror.
Podía aguantar las bofetadas, los desprecios y las constantes humillaciones de su abuela, pero eso no. Por favor, eso no.
La mujer lo cogió del brazo llevándolo casi a rastras al jardín trasero de la casa. Nadie podía oír las súplicas del pequeño, ya que la casa más cercana de la urbanización quedaba a bastante distancia y sus vecinos más próximos no iban a volver hasta el mes de agosto. La mujer abrió la puerta del cobertizo y encendió la luz de la única bombilla que colgaba, desnuda, del techo.
En el centro de la casucha había una pequeña jaula cuadrada, recubierta por una fina red metálica lo suficientemente amplia para meter allí a un niño. Abrió con cuidado la portezuela, y de un empujón encerró allí a su nieto, que desde que había visto la jaula, se había quedado en silencio y había cerrado los ojos.
Sin mirar atrás, salió apagando la luz y dando un portazo. El cobertizo quedó en penumbra. Tan sólo se filtraban algunos rayos de luz a través de las viejas maderas que conformaban las paredes. Fue entonces cuando empezaron a rozarle la piel. Las odiaba. Siempre le habían repugnado sus cuerpos peludos y ese polvo asqueroso que desprendían sus alas. Empezó a temblar, apretando los labios para que ninguno de aquellos bichos le entrara en la boca. Las notaba golpeando todo su cuerpo, se posaban en su cara, en sus orejas, en las manos que cubrían sus ojos. No pudo más y girando su carita hacia un lado vomitó.
Nadie sabe cuántas horas estuvo metido en aquel infierno. La jaula. La jaula de las polillas.
Capítulo 2
Septiembre de 2006
A veces, la genética y la fortuna se alían produciendo especímenes humanos realmente bellos. La genética no se puede elegir, pero Alex había tenido suerte en muchos sentidos. También en lo referente a la fortuna. Alejandra Martín de Soto era la única hija de una rica familia de Barcelona. Alta, con una bien diseñada melena rubia que enmarcaba un rostro elegante, unos enormes ojos verdes de mirada profunda y un cuerpo moldeado por un entrenador personal de renombre, no solía pasar desapercibida. Ella lo sabía y lo había asumido con naturalidad.
Su carácter independiente le había generado más de un conflicto con su padre, un importante industrial con gran influencia en la alta sociedad y en los círculos de poder de la Ciudad Condal.
Buena estudiante, aunque no brillante, se había resistido a cursar una de las carreras que le había propuesto su autoritario padre y que la hubiera llevado, irremediablemente, a ocupar un lucrativo puesto de directiva dentro del próspero imperio económico de su progenitor.
Alex era más como su madre, intuitiva, de imaginación desbordante y con un gran sentido del humor. Se hubiera sentido profundamente infeliz de haberse visto obligada a trabajar en alguna cosa relacionada con el arte de curvar, manipular, o lo que fuera que hicieran con el metal en la empresa familiar.
Por eso se había preparado a fondo para el trabajo que siempre había querido hacer y que consideraba que era uno de los oficios más fascinantes que existían en el mundo, la decoración de interiores, aunque eso le había supuesto una bronca de las que hacen historia con papá, compensada luego con un amoroso abrazo, seguido de un “me encaaanta “, que le susurró al oído su madre, de modo que su marido no lo oyera.
Alex había empezado una prometedora carrera pese a su juventud, tenía veinticinco años, gracias a los contactos de su madre, que intentó ayudarla desde el primer momento, quizá porque su hija había sido más valiente y se había atrevido a hacer con su vida, lo que ella no tuvo el valor de hacer.
A pesar de toda la ayuda recibida, no tardó en darse cuenta de que la vida no iba a ser tan fácil como había sido para ella hasta ahora. Le habían abierto las puertas, a partir de ahí debía avanzar sola, luchar para ganarse el respeto de aquellas personas que habían apostado por ella.
Tras unos meses de prácticas junto a una decoradora conocidísima de Barcelona, entró a trabajar en un exitoso despacho de arquitectura, ignorando que fue su padre quién hizo las pertinentes llamadas, amenazado por su mujer. Y nadie le decía que no a Don Eliodoro Martín.
Pero la ayuda acababa ahí. A partir de ese momento debía caminar sola y buscarse la vida como el resto de los compañeros que trabajaban con ella y que la miraban de reojo, con un punto de envidia, porque lo había tenido más fácil.
-¡Maldita sea! -dijo en voz baja mientras intentaba abrir la puerta de su apartamento, sujetando la llave con una mano y apretando el brazo para que no se le cayeran, ni el bolso, que ya se le había deslizado a la altura del codo, ni la carpeta, que empezaba a resbalarle de debajo de la axila y que sabía que acabaría, irremediablemente, desparramada en el suelo, a la vez que tiraba con fuerza del pomo con la otra mano.
Tras un pequeño forcejeo y un par de patadas, Alex consiguió abrir la puerta y entrar en su casa. Dejó las cosas encima de la mesa del comedor y se dejó caer, agotada, en el sofá.
Sonó el teléfono. Incorporándose, lo miró unos instantes, antes de decidirse a contestar.
-Como sea una de esas llamadas para vender algo, me voy a cagar en su puta madre. -dijo, mientras descolgaba el auricular. Había tenido un día difícil y no estaba para fiestas.
-¿Sí? - se oyó decir en un tono desafiante.
-Hola guapa, soy yo. ¿Te pillo en mal momento?
Reconoció de inmediato la voz cantarina de la secretaria de su departamento y, riendo, contestó:
-Huy, perdona el tono, es que aún me dura el cabreo.
Alex se había adaptado en seguida a su nuevo trabajo, y mantenía una buena relación con la mayoría de sus colegas, pero no con todos.
Especialmente difícil era su relación con uno de ellos. Xavier Losada era un duro competidor. Inteligente y talentoso, le estaba poniendo las cosas difíciles. Venía de una familia de un estrato social mucho más bajo y no le perdonaba que ella fuera una niña bien. Siempre hacía comentarios maliciosos sobre su ropa, sus zapatos o su manera de hablar. Alex se defendía bien y no dejaba que eso le afectase en absoluto, pero hoy se había pasado de la raya y había conseguido sacarla de sus casillas.
-No me extraña, ese tío es un imbécil.
-Dime algo que no sepa. – rio Alex, más relajada.
-¡Pues te lo voy a decir! -contestó la secretaria en tono jovial –Y también te diré que no puedo contarte mucho, pero creo que será bueno para ti y que va a cabrear a Xavier.
-¡Esto se pone interesante!
-Me ha dicho la jefa que te llame, que mañana quiere verte a “primerísima” hora, y ha subrayado lo de “primerísima”, y que si tenías programada alguna visita antes de pasar por el despacho, la anules y chimpón.
Alex soltó una carcajada.
-¿Lo de chimpón te lo ha dicho ella?
-Sí señora, y con todas sus letras. - rio la secretaria.
-Entonces, no hay más que hablar. Porque no creo que vayas a contarme nada más, ¿verdad?
-Pues no, porque si Merche se entera de que te he dicho algo, me matará, y sabes tan bien como yo, que esa bruja tiene un tercer ojo y si te digo cualquier cosa, lo sabrá.
-En eso te doy la razón -contestó Alex, que ya se había olvidado de su enfado y que agradecía el tono distendido de su compañera. -Gracias por llamarme, siempre es un placer hablar contigo.
-Lo mismo digo, mañana nos vemos.
Colgó el teléfono, pensando en qué podía ser lo que quería decirle Merche. De repente, se sintió muy cansada. -Que sea lo que Dios quiera, ya está bien por hoy.
Miró a su alrededor y sonrió satisfecha. Hacía ya unos meses que se había independizado. Después de mucho buscar, había encontrado un coqueto ático en alquiler, no muy grande, pero suficiente para una persona que viviera sola.
Se sirvió una copa de vino y salió a la terraza sentándose en una de las carísimas tumbonas que le había regalado su madre y que contrastaban con la mesita y las dos sillas, de económico diseño sueco, que ella había comprado por cuatro duros.
El resto del apartamento contaba con un dormitorio y un vestidor lleno de ropa, zapatos y bolsos de las mejores boutiques de Barcelona, que a partir de ahora debería cuidar con esmero, porque con su sueldo no podía permitirse ropa tan lujosa, y la tarjeta de crédito de papá se canceló en el momento en que anunció que se iba a vivir sola.
Afuera hacía un poco de frío y volvió a entrar en el salón. Dejando la copa de vino sobre la mesa, se dirigió al cuarto de baño, se desnudó y se miró en el espejo.
-Dios mío, estás horrible. –Sabiendo que no era verdad, le sacó la lengua a la preciosa joven que la miraba desde el otro lado del cristal. Se sintió mejor en cuanto el agua de la ducha la envolvió en un abrazo caliente y acogedor. Después, secó su abundante melena rubia con una toalla, se puso un mullido albornoz, unas zapatillas de piel de cabritilla y, encendiendo el único cigarrillo que se permitía fumar al día, se sentó delante de la chimenea apagada, anhelando que llegara el invierno para poder encenderla.
Por primera vez en su vida, se sintió sola...